lunes, 1 de diciembre de 2008

RUSSIAN RED

Rubén trabaja cada día en la pequeña tienda de cosméticos del centro comercial. Las horas pasan entre frascos de perfume de dudosa calidad, cremas contra el envejecimiento de precios desorbitados y botes de rimel Margaret Astor que se venden a centenares entre clientas de cualquier edad y posición social.

Rubén se fijó hace algunos meses en una joven que siempre compra la misma barra de labios de la misma tonalidad: Russian Red, según indica la etiqueta; un rojo intenso y provocativo, que no encaja demasiado con su tímido aspecto casi adolescente ni con su dulce y cálida voz.

La joven en cuestión se llama Lourdes y debe de tener alrededor de veintidós años, suele llevar el pelo recogido en una discreta coleta improvisada y su piel es pálida como la cal. Lourdes se dirige siempre a él con una amable sonrisa y paga con monedas sueltas el precio exacto del maquillador, se despide agitando su delicada mano y sale por la puerta dejando la tienda vacía y sumida en un extraño silencio que Rubén no sabe muy bien cómo explicar.

Cada vez que Lourdes regresa a la tienda a llevarse su peculiar tesoro, Rubén cree que al fin se decidirá a entablar conversación, que hará alguna broma graciosa con la que romper el hielo y que intentará quedar con ella para tomar café. Pero Rubén siempre ha sido bastante cobarde y demasiado prudente, y ni siquiera se le da bien hacer chistes en presencia de desconocidos, por eso sólo se limita a cantar el precio que marca la caja registradora tras leer el código de barras y a despedirse con un triste Hasta pronto, gracias por venir.

Los cines del centro comercial cerraron hace apenas una semana, igual que la mayoría de las tiendas de ropa del primer piso y la juguetería de la planta tres. Su jefa le informó hace unos días que la crisis económica puede acabar en cualquier momento con la pequeña tienda de cosméticos y le animó a buscar cuanto antes un nuevo trabajo por lo que pudiera pasar.

Por las noches, mientras escucha en su emepetrés los grupos de moda de la música indie nacional, Rubén recuerda casi en sueños el rostro angelical de Lourdes, la cadencia mágica de su voz al hablar y el brillo infantil de su mirada ambarina. Está enamorado de esa muchacha de la que sólo conoce el nombre y su tono preferido de pintalabios, pero se siente ridículo cuando se imagina a sí mismo pidiéndole el número de teléfono o invitándola a cenar.

Rubén teme que el comercio cierre sus puertas o que se traslade a otro lugar más barato de la ciudad: no por perder su trabajo y quedarse en el paro, sino por no volver a ver a esa muchacha misteriosa que robó su corazón. Sabe que, si no hace algo pronto, Lourdes pasará a engrosar esa interminable lista de errores que cometió por falta de valor: justo debajo de los cigarrillos que nunca fumó y de las cartas que no se atrevió a enviar.
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Russian Red, Cigarettes.
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domingo, 16 de noviembre de 2008

AÑORO

Añoro las pajas que no me hice porque sabía que había alguien mirando, las hojas que caían en el parque en el otoño, los trenes que no cogí por no tener despertador.

Añoro los polvos que no eché porque estaba demasiado borracho, el color confuso de tus pupilas en la oscuridad, las páginas amarillentas de mis libros de segunda mano.

Añoro las mamadas que perdí por no saber pedirlas, las horas de mi infancia tumbado en el jardín mirando pasar las nubes, la blancura del techo de mi piso de estudiante.

Añoro el tic nervioso de mis ojos de cuando era sólo un crío, el olor a pan recién horneado de la casa de mi yaya, el scalextric de imitación que me trajo el ratoncito Pérez, la voz gritona de mi amiga Carmita, la espalda de mi amigo Sergio, la sonrisa de la maestra de educación infantil. Añoro no haber matado a esa panda de mamones hijos de puta que me jodían la existencia, sus insultos en el patio, sus amenazas y sus puntapiés.

Añoro las opciones que ni siquiera consideré, las ideas que se esfumaron por no haberlas apuntado, los poemas que salieron volando por la ventana de mi habitación.

Añoro las migrañas matutinas y el humo de la marihuana que fumaba para combatirlas, el taladro de mis sienes y las ganas de morir, la tolerancia del ser humano y la bondad de los demás.

Añoro todo lo que no hice y todo lo que sé que nunca haré. Añoro los sueños que me mantenían despierto y las pesadillas que me acechaban en el colchón, las sombras de la ropa colgada en el perchero y el tacto casi obsceno de mi oso de felpa marrón.

Añoro los amigos que no tengo y las amantes que ya no tendré, la persona que pude haber sido y la que ahora mismo soy.

Añoro las tetas de Cristina y el sabor del cola-jet, aquellos caramelos de cereza que costaban dos un duro y el pijama de Espinete cada tarde a eso de las seis.

Echo de menos, me hacen falta, los recuerdos que me inventaba cada noche antes de irme a dormir.
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Añoro, de Albert Plà
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lunes, 3 de noviembre de 2008

LA DISTANCIA ADECUADA

No estoy con ánimos para escribir algo alegre, ni para escuchar una canción de Albert Plá, que tendrá que esperar a la siguiente entrada. En su lugar, os dejo una pequeña joya en forma de videoclip. Espero que su música suene al ritmo de la caída de las hojas secas del parque. Estaré unas semanas ausente. Nos vemos pronto. No escribáis demasiado en mi ausencia, o me tendré que quedar una noche completa en vela para leer todos vuestos posts. Abrazos.
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LA DISTANCIA ADECUADA
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Cuando era un bebé el universo se limitaba a los cálidos brazos de su madre: todo lo demás era un abismo. Ya de niño, la calle y el patio del colegio eran las fronteras infranqueables de su libertad. Fue creciendo y en su adolescencia las líneas divisorias dejaron de tener sentido y la embriaguez del alcohol y de otras drogas modificaban su dimensión. Más tarde sintió que su ciudad se le quedaba pequeña y marchó a la capital para cursar una licenciatura en la universidad. Se fue de beca de estudios a un país lejano en el que hablaban otro idioma para comprobar así que el mundo era inmenso y que él lo podía transitar a sus anchas. Trabajó como investigador en otro continente algunos años hasta que los miles de kilómetros que le separaban de su familia y de sus recuerdos le obligaron a volver. Pasó su madurez en la urbe en la que había nacido, se casó y tuvo un hijo al que bautizó con su mismo nombre. Al jubilarse sólo recorría una y otra vez el trayecto que le llevaba de su casa al parque, del parque al bar, del bar a casa de su hijo y de allí, de nuevo a su hogar. Poco antes de morir comprobó que todo lo que necesitaba se encontraba dentro de los cien metros de radio que rodeaban su cama. Cuando al fin descansó en paz dentro de su minúsculo ataúd, pensó que había pasado toda su vida tratando de encontrar la distancia adecuada en la que desenvolverse con la mayor comodidad posible, que esa distancia había ido variando considerablemente según sus necesidades y que ahora ya no debería preocuparse de esos asuntos tan triviales. Aunque estaba encerrado en un nicho de tamaño diminuto, tenía por delante toda la eternidad para ocuparla según su voluntad. El espacio, como algunos ya sospechaban, era sólo cuestión de tiempo.
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La distancia adecuada. Christina Rosenvinge. De su nuevo álbum Tu labio superior.
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A Miguel Blázquez, compañero y amigo. (1983-2008)
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martes, 21 de octubre de 2008

BAILA EL VIENTO

Para Hipatía, por el reencuentro bloguero y por servir un poco de inspiración.
Para Vicent, por la ciencia y por su derecho a protestar, que me hizo mucha gracia: desde Castellón hasta los IU-ES-EI.
Para Charles, por su cumpleaños y por la música (aunque no lo lea).
Para todos mis compañeros y para mí primero.
¿No queriáis Josele Santiago? Pues aquí tenéis dos tazas. Visitad los enlaces, que es un hiper-post, jua jua. Y perdón por la extensión.
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BAILA EL VIENTO
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Mar había sido farera, quizás por los designios de su propio nombre o tal vez por su afición a la soledad. De día leía viejos tratados de filosofía mientras contemplaba el vaivén de las olas y el galopar de las nubes sobre su cabeza, de noche devoraba las grandes novelas del siglo diecinueve amparada por la intermitencia de las estrellas y el canto de las lechuzas que anidaban en su hogar. Después su oficio se extinguió y su labor recayó en una fría máquina controlada por ordenador que no cometía errores pero que no sabía disfrutar de su tarea ni una mínima parte de lo que ella lo hacía, sobre todo en las madrugadas de tormenta y en las mañanas de verano con olor a sal. Mar fue trasladada a una oficina de la agencia estatal de meteorología y las huellas que había dejado en la arena que rodeaba a su faro empezaron a borrarse sin remedio y sin que ese hecho pareciera importarle a nadie más.

Mar salió de su casa una tarde con varias maletas llenas de libros, algo de ropa, todo el dinero que había ahorrado durante los últimos años, una máquina de escribir destartalada con más de cien recambios de tinta y setenta paquetes de quinientos folios de papel reciclado. No dijo nada a nadie: no se despidió de su familia ni de sus compañeros, no dejó una nota para anunciar su partida, no pagó el último alquiler de su piso ni informó de su decisión a la empresa suministradora de electricidad. Tomó el último autobús que hacía el trayecto desde su calle a la playa y contempló por última vez el paisaje anodino y deshumanizado de la ciudad.

Mar regresó a la construcción que tanto le había regalado a cambio de nada, se instaló en una pequeña habitación en la parte superior del faro que sólo ella conocía y a la que nadie accedería jamás: ni siquiera el personal de mantenimiento de la computadora que le había robado su trabajo sospechaba de la existencia de aquel minúsculo habitáculo bajo la cúpula de la torre guía. Su nueva vivienda no era elegante ni sofisticada, disponía de los elementos necesarios para que fuera habitable y pensó que no se podía quejar: en el mismo espacio convivían un plato de ducha, un retrete oxidado, una cocina con camping gas y un antiguo colchón a rayas que parecía haber sobrevivido a los tiempos de la guerra civil. Cuando deshizo su equipaje, una vez instalada entre los libros que consideraba imprescindibles, asomada al tragaluz que comunicaba con el exterior, Mar por primera vez en su vida pensó que estaba justo donde debía estar.

Los años pasaron veloces entre lecturas repetidas, paisajes color pastel y el continuo aletear de las gaviotas. Cada noche, a las horas en las que todo el mundo duerme y a nadie le da por pasear, Mar descendía de su paraíso solitario y se abastecía de alimentos en una de esas tiendas veinticuatro-horas que abundaban junto al paseo marítimo, estiraba un poco las piernas, recordaba que la humanidad todavía existía allí abajo y regresaba a su refugio para continuar con su eterna obra todavía inacabada.

Mar escribió a más de cien metros sobre el nivel del agua varios tratados de antropología, decenas de críticas al existencialismo, al idealismo, al materialismo científico, al positivismo lógico y cualquier rama del pensamiento occidental; construyó doce novelas corales e hiperrealistas; confeccionó más de cincuenta poemarios experimentales e inventó tres nuevas formas de teatro del absurdo derivadas de sus lecturas dadaístas. Como mera distracción y con el único objetivo de no sobrecalentar en exceso sus neuronas, Mar explicó matemáticamente las incoherencias de algunos paradigmas de la astrofísica y de la física nuclear, ingenió varios aparatos para convertir en invisibles objetos de mediano tamaño y garabateó algunas demostraciones de que Dios existía y, a la vez, no.

El día en que Mar cumplió noventa años, intuyó que había comenzado su particular cuenta atrás: le costaba un esfuerzo sobrehumano descender los más de doscientos escalones que le separaban de los comercios nocturnos de la avenida, se mareaba cada mañana al despertar, su memoria comenzaba a fallar sin piedad y un horrible peso en los pulmones indicaba que pronto dejaría de respirar. Pero Mar nunca había desistido de sus propios planes y todavía se sentía plena con el océano siempre a su vera, con la espuma de la marea bajo sus pies. En lugar de abandonar su refugio y pedir ayuda, Mar calló y siguió leyendo y escribiendo como única rebelión posible frente a lo efímero de la existencia humana, como rechazo a la ignorancia de una sociedad que prefería mirar siempre hacia el pasado y como prueba fehaciente de que el silencio es la más hermosa de todas las realidades posibles y, probablemente, la única de verdad.

De tanto callar, Mar se volvió como la nieve más fría. Murió mientras dormía y algunas aves migratorias dieron buena cuenta del banquete que el cadáver de aquella señora supuso para sus buches y sus mollejas desnutridas. Los montones de folios mecanografiados se fueron volando poco a poco y acabaron disueltos en el agua corrosiva y fría de aquella inmensidad azul. Su antiguo refugio continuó pasando desapercibido a los operarios que revisaban semanalmente el ordenador que controlaba la gigantesca lámpara del faro y los barcos siguieron arribando a puerto como siempre lo habían hecho, sin sospechar que el esqueleto de Mar hacía tiempo que formaba parte de aquella arena que acariciaban los bañistas las tardes de calor.

Probablemente alguien pueda pensar que Mar desaprovechó su vida en la soledad y la introspección que le otorgaba su sabiduría y su afán de claridad, que pensar no le había llevado a nada y que todo lo que pudo haber aportado a la ciencia y a la filosofía, a la antropología y a la literatura universal se perdió para siempre en el pozo sin fondo al que van a parar las grandes genialidades que no llegan a trascender. Sin embargo, cuando alguien pasea junto al faro en el que vivió esta enigmática y traslúcida doncella, si presta la debida atención, puede percibir todas esas ideas revoloteando a su alrededor, bailando al viento. En esos mágicos momentos la lucidez parece mucho más cercana, e incluso el mundo parece empaparse de esa aparente simplicidad que acompaña al estribillo de una canción de rock.
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Josele Santiago. Baila el viento. De su último disco Loco encontrao.
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miércoles, 8 de octubre de 2008

ESPLENDOR EN LA HIERBA

La corriente es fuerte y nada tiene vuelta atrás. Ha luchado contra todo tipo de mareas y siempre ha acabado empapado hasta la coronilla. De tanto mojarse en océanos ajenos, tenía miedo de terminar por parecerse a un pez.

Estudió una licenciatura cualquiera, una al azar. Trabajó en varios curros de mierda. Se presentó a cuatro o cinco castings televisivos y trató de escribir una novela que nunca ha concluido. Fue camarero, artista ambulante, mecánico y peón de obra. Repartió publicidad en los limpiaparabrisas de los coches, promocionó una marca de kiwis en una conocida cadena de supermercados y vendió cocaína en la puerta de las discotecas. Se matriculó en un máster que parecía interesante pero la universidad jamás comenzó a impartirlo porque no se alcanzó el número mínimo de alumnos requerido para cubrir los gastos de material.

Desde que tenía trece años lo único que le ha producido algo de motivación en esta vida ha sido follar. Ha follado con chicas rubias, con chicas, morenas, con chicas pelirrojas, con viejas decrépitas y con menores de edad. Folló con extranjeras, con pueblerinas, con vírgenes y con prostitutas, con poetisas y con gogós. Ha follado con miles de ellas pero de ninguna recuerda su rostro: sólo la forma de sus pechos y el olor de sus fluidos vaginales. Le han llamado hijo de puta infinidad de veces, pero él sabe que en el fondo es un romántico y un poeta que nunca será capaz de amar.

Hace unos años decidió retirarse a una pequeña masía abandonada al lado de un riachuelo en una pequeña comarca del interior de Castellón. La restauró con sus propias manos y sembró todo un huerto alrededor. Vive en la más absoluta soledad, rodeado de sus libros más preciados y de la fuerza limpia de la campo. Allí cultiva patatas y tomates, lechugas y berenjenas, pimientos y maíz, cebollas y marihuana. Se levanta cada mañana sabiendo que su única obligación es conseguir que no se muera su jardín porque de él depende su supervivencia. Es feliz con lo que tiene, o eso al menos piensa, y ha perdido definitivamente las escamas que le hacían parecer un pescado. Ahora se asemeja más a un cangrejo.

Algunas tardes se sienta en la orilla del arroyo a charlar. No tiene a nadie con quien compartir conversación, pero tampoco lo necesita. Se enciende un canuto de la marihuana que él mismo recolecta e imagina que es un barquero que ayuda a cruzar el río a las muchachas que quieren llegar al otro lado. Con ellas intercambia algunas palabras y ciertas caricias furtivas. Si cierra los ojos incluso puede intuir la silueta de sus senos y percibir el aroma de sus bragas. Echa de menos follar pero se conforma con masturbarse lentamente sobre el césped mientras recuerda que su vida podría ser mucho peor. Al menos ha logrado conservar intactas sus propias verdades aunque, siendo sincero, incluso sus propias verdades le han dado siempre igual.
Señor Chinarro. Esplendor en la hierba. Actuación en Estravagario, de la 2.

domingo, 28 de septiembre de 2008

CIUDAD SIN SUEÑO

No duerme nadie. Las criaturas de la luna danzan a sus anchas por las calles desiertas. Huelen el miedo.

No, no duerme nadie. Las ventanas cerradas esconden rostros borrosos que espían la noche. Ojos y bocas que devoran el silencio y escupen la oscuridad que gobierna todo. Y no, no duerme nadie.

Nadie duerme. Cabezas y zapatos se amontonan junto a los contenedores de basura. Papeles viejos y periódicos abandonados. Restos de carne y algún gato asustadizo. Iguanas, sierpes, estáticos cocodrilos, niños momificados que esperaban ser absueltos. Sombras temblorosas que se agazapan esperando el resurgir de la razón sobre la Tierra. Pero ese resurgir nunca llega.

Es Brooklyn. Es Tokio. Es París. Son todas las ciudades y todos los barrios que no existen pero que tienen nombre. Es Abuya. Es Malasaña. Es Teruel. Es Amherst, es Melbourne y es La Tola. Es Curicó, es Agra, es Tverskaya y es Distrito Federal. Agujeros negros que mastican almas como cisternas de retrete que engullen agua. Es tiempo. Es insomnio. Es ese imposible despertar.

No duerme nadie. Ejércitos de carneros pacen en el asfalto mientras los vertederos crecen absorbiendo libros, enrunando vinilos, corrompiendo celuloide.

Alguien llora porque no puede cerrar los párpados. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta! Las carreteras están vacías y de los hospitales sólo quedan ruinas. Los parques solitarios no recuerdan a qué sabían las estrellas. El sueño es bello sólo en su destrucción.



Ciudad sin sueño. Entique Morente y Lagartija Nick sobre versos de Federico García Lorca. Videocreación de lamirada1.



En directo en El Séptimo de Caballería. No he podido decidirme por uno de los dos. Cómo me gusta el flamenco, ¡coño!

miércoles, 17 de septiembre de 2008

TARASIA* Y EL VALS DE LAS BALLENAS


Tarasia* siente el leve ritmo de los semáforos y los tubos de escape, de las farolas y los toldos de las librerías; las armonías de los cláxones y el tempo del caminar de todas esas personas extrañas con las que se cruza cada día. Tarasia* oye a las almas de los árboles del paseo, el quejido de los columpios del parque, y el llanto de los átomos de oxígeno del aire que respiramos. Para Tarasia* el mundo no es el mundo: para Tarasia* el mundo es una eterna canción de sutil instrumentación y compleja ejecución.

Tarasia* oye tantas cosas, que a veces no lo puede soportar. En ocasiones el ruido es tan intenso, que Tarasia* tiene que taparse fuertemente las orejas para poder dormir. En su mundo – como en todos los mundos - no siempre la música es dulce, ni las melodías son pegadizas, y eso la entristece enormemente. En la vida hay acordes retorcidos y arpegios imposibles de realizar, ella lo sabe, por eso a veces llora.


Anoche, huyendo de todo ese ruido, Tarasia* se detuvo de nuevo sobre la Luna. La Luna es uno de los paisajes que más le gusta visitar: acostumbra a sentarse sobre las rocas y dejar que las horas pasen contemplando ese vasto desierto sin fin. Allí, ingrávida, Tarasia* se olvida de todos sus problemas, de todos los sonidos, de toda esa lucidez. En la Luna sólo hay silencio, un silencio distinto al que tenemos aquí, un silencio que puede oírse con facilidad. Por eso Tarasia* allí se encuentra tan bien, porque únicamente escucha el silencio, y el silencio en estado puro es verdaderamente más hermoso que la música, más real.


Tarasia* caminó durante un rato hasta colocarse en medio de la faz que la Luna nos enseña con cierta timidez antigua. Se sentó en un pequeño cráter y observó atentamente el océano Pacífico. Allí abajo, como por arte de magia, apareció una enorme escuela de ballenas entre las olas. Antes de que a Tarasia* le diera tiempo de esbozar una ligera pero firme sonrisa de alegría y de profundo bienestar, las ballenas comenzaron a bailar su frío vals bajo la luz que la Luna arrojaba sobre el mar.



(Mercromina. Vals de Ballenas.)

Este es (creo) el último post que rescato del blog de Libro de Arena. Perdonad que me repita, pero me hacía mucha ilusión ponerlo aquí. A partir de hoy, sólo relatos nuevos: ¡palabrita del niño Jesús!

Os informo que a partir de YA podéis votar cuál es el grupo al que queréis que le dedique el próximo post: a la derecha de la página está la encuesta. Espero vuestra colaboración. Vosotros/as mandáis, salaos/as.

jueves, 11 de septiembre de 2008

TODA LA VERDAD (DECLARACIÓN DE INTENCIONES)

Escribo para encontrarme a mí mismo, pero también para olvidarme un poco de mí. Escribo para comprender un poco mejor a la gente pero también para alejarme de ella. Escribo para aprender pero también para equivocarme. Escribo tanto para enterrar mis miedos como para crear incertidumbres nuevas. Escribo para perpetuar mis recuerdos pero también para desfigurarlos y modificarlos según mi antojo. Escribo para no volverme loco y para recordar que nunca estuve cuerdo. Escribo para sentirme mejor y, sobre todo, para tener bien presentes todas mis culpas.

Escribo y miento. Escribo y digo la verdad. Miento con verdades y convierto la realidad en la mayor de las ficciones, también viceversa. Tanto cuando miento como cuando digo la verdad, trato de ser honesto. A veces soy sincero. A veces sólo aparento serlo. La mayoría de las ocasiones finjo que no lo soy. Soy un embustero y, si prestas atención, verás cómo me crece la nariz.

No te creas la mitad de lo que aquí te cuente. No confíes jamás en mí. Juego con las palabras y sé modificarlas a mi antojo para que digan justamente lo contrario de lo que quiero decir. Puedo confundirte si me lo propongo, incluso puedo hacerte sufrir.

Escribo para pertenecerte y para que seas parte de mí. Te poseo cuando escribo y me posees cuando lees lo que escribí para ti. Parece una bonita relación, pero lo cierto es que yo soy un mentiroso y tú no sabes distinguir mis mentiras de la verdad. No conozco tus intenciones y tú ya sabes que las mías no son del todo limpias.

Ahora puedes seguir leyéndome si quieres, pero después no digas que no te lo advertí.
(Iván Ferreiro. Toda la verdad. )