jueves, 15 de diciembre de 2011
EXTINTOR DE INFIERNOS
lunes, 12 de julio de 2010
CAPTATIO BENEVOLENTIAE
A ver si alguien se acuerda todavía de este rincón...
Feliz escucha.
Conocí a un hombre. Se llamaba Manel y siempre trataba de agradar a todo el mundo. Saludaba puntualmente a los peatones que se cruzaba por la calle y se dirigía a los tenderos del barrio con una educación casi aristocrática poco común. Nunca tenía prisa si alguien precisaba su ayuda. Jamás decía que no cuando un amigo le pedía un favor. Acompañaba a las ancianas para que cambiaran de acera y ejercía de lazarillo para los ciegos que se extraviaban en la maraña de callejones de aquella parte de la ciudad. Vestía elegantemente. Caminaba recto como un álamo. Se peinaba con la raya a un lado. No fumaba ni bebía alcohol. Se limpiaba los zapatos cada mañana antes de salir de casa y por su boca nunca se escapó palabra malsonante alguna. Siempre gozaba de un humor envidiable y su sonrisa marcescente sólo se disolvía fugazmente el tiempo necesario para que los músculos faciales que la sostenían descansaran levemente de su ardua tarea; sin embargo, el brillo apagado de sus ojos oscuros dotaba a su rostro – aparentemente sereno – de una sombra densa y preocupante. De Manel podían decirse muchas cosas, pero nadie se habría atrevido a afirmar que era como la gente normal.
De pequeño Manel costumbraba a soñar que era malabarista, que trabajaba en un circo cerca de Roma y que se bañaba desnudo cada noche en el mar; pero lo cierto es que sus progenitores ya tenían desde el mismo día de su nacimiento sus propios planes para él.
Manel sacrificó su infancia y su adolescencia entera metido entre libros de matemáticas, de contabilidad y de leyes. Jamás le vi jugando con los demás niños del portal, ni disfrazándose el día de carnaval, ni colocando botellas de agua abiertas en las puertas de las vecinas, ni bailando en las verbenas las noches de fiesta. Manel se desvivía por satisfacer a sus padres y por labrarse el futuro que ellos mismos le habían trazado a tiralíneas. Intenté en varias ocasiones ser su amigo, pero en su vida no había tiempo ni espacio para una amistad con alguien como yo.
A los dieciocho años lo prometieron con una adolescente repelente, hija de unos amigos de la familia, de apellido noble y sangre entre roja y azul, hermosa como una muñeca de porcelana y fría como un iceberg. Paseaban juntos las tardes de domingo, acudían al cine cogidos de la mano, nunca se besaban en público, y dudo mucho que lo hicieran en la intimidad.
Manel acabó su licenciatura en la universidad y aprobó la oposición de notarías. Su madre caminaba por el barrio con la cabeza bien alta. Su padre hablaba de él en cada ocasión que se le presentaba. Ambos habían depositado en él sus esperanzas, sus anhelos y sus frustraciones, sus ganas de prosperar y de no ser una familia del montón. Manel ya apenas se asemejaba a un ser humano. Su aspecto era el de un autómata, caricatura de sí mismo, que vagaba por la urbe con la mirada perdida y un ligero tic casi imperceptible en el párpado inferior de su ojo derecho. Vestía trajes, pero todos parecían quedarle grandes. Sus pulcros zapatos refulgían, pero su semblante alargado se iba oscureciendo como el betún.
Supe por mi madre que Manel iba a casarse con la princesita aquel 24 de agosto, día de San Bartolomé. Recuerdo el calor que hacía hervir los adoquines de mi balcón y el silencio pegajoso que precedió a las doce campanadas escupidas de la catedral del Santo Cáliz.
-Tendrán unos hijos preciosos –chismorreaban las mujeres en las panaderías.
-Los ricos sólo se casan con los ricos, y a los pobres que nos jodan –maldecían sus maridos en las tabernas.
-Serán la familia a la que todos envidiarán –auguraban las beatas, camino de la ceremonia.
Esa misma tarde me enteré que Manel ni siquiera se presentó en la basílica aquel medio día. El colérico padrino corrió a buscarle a su casa, pero sólo encontró algo de ropa tirada por el suelo y una nota de su puño y letra en la aseguraba que se marchaba de Valencia para no volver.
En el barrio no tardó en armarse un tremendo revuelo. Los correveidiles circulaban de aldaba en aldaba y de alféizar en alféizar como hojas marchitas arrastradas por el mistral: que si la novia está destrozada, que si el muchacho en realidad es de la otra acera, que si la familia piensa desheredarle, que si habrase visto semejante calamidad, que si patatín, que si patatán. Yo pasé la tarde entera tumbado en la cama, abanicándome con una revista manoseada y sonriendo como un tontolaba al pensar que el pobre Manel por primera vez en su larga existencia se había atrevido a tomar una decisión.
Hace apenas unas semanas, durante un viaje de negocios, caminando de noche por las Ramblas de Barcelona, me di de bruces con un artista callejero que hacía malabares de fuego al lado de una mujer extranjera. Tenía el pelo largo y algo grasiento, y la piel acartonada por el sol. Las canas que poblaban su densa barba le hacían parecer sabio y tranquilo, y el fulgor de sus ojos entornados le daban un aire de felicidad difícil de describir. Calculé que era más o menos de mi quinta y me quedé allí plantado para dejarme sorprender por sus gráciles movimientos y su vestidura multicolor. Divisé en su rostro unas facciones conocidas, casi familiares, y achaqué al cansancio el ver parecidos donde sólo había casualidad.
Al finalizar su espectáculo, la mujer extranjera tendió un sombrero a los espectadores que habían conseguido reunir y yo realicé un humilde donativo. Me acerqué para felicitale por su exhibición y aproveché la oportunidad para preguntarle por su nombre. Él me atendió con educación casi aristocrática, estrechó mi mano con vehemencia y en ningún momento dejó de sonreír. Después recogió sus bártulos con parsimonia, los envolvió en un viejo pañuelo y besó con pasión los labios de su compañera. Vi como se alejaban por la avenida, cogidos del brazo, charlando y carcajeando como dos adolescentes. Sólo detuvieron su peculiar peregrinaje para ayudar a una anciana encorvada a tirar una botella de vidrio dentro de un contenedor.
Ya en el hotel, no podía sacarme de la cabeza la conversación mantenida con aquel desconocido. Estirado en la cama, mirando el techo de la habitación, lamenté mi escasa capacidad de insistencia y me reprendí por no haber sabido extraerle más información. Seguramente a aquel buen hombre no le habría importado en absoluto dármela, y yo habría podido salir de dudas con respecto a lo que pretendía indagar. Deseaba que aquel artista callejero fuese en realidad Manel, sí: treinta años más viejo, convertido a la vida bohemia y definitivamente feliz. Pero, si soy sincero, tener la certeza de ese hecho no habría servido sino para plantearme demasiados aspectos de mi propia existencia, de mi propia manera de proceder. Y no creo que a mi edad resulte sano ni conveniente volver la cabeza hacia el pasado con el fin de investigar dónde estuvo el error.
- Notari –había respondido el malabarista -.Em diuen El Notari. És una espècie de nom artístic. Tothom aquí em diu així.
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Manel. Captatio benevolentiae.
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