martes, 21 de octubre de 2008

BAILA EL VIENTO

Para Hipatía, por el reencuentro bloguero y por servir un poco de inspiración.
Para Vicent, por la ciencia y por su derecho a protestar, que me hizo mucha gracia: desde Castellón hasta los IU-ES-EI.
Para Charles, por su cumpleaños y por la música (aunque no lo lea).
Para todos mis compañeros y para mí primero.
¿No queriáis Josele Santiago? Pues aquí tenéis dos tazas. Visitad los enlaces, que es un hiper-post, jua jua. Y perdón por la extensión.
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BAILA EL VIENTO
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Mar había sido farera, quizás por los designios de su propio nombre o tal vez por su afición a la soledad. De día leía viejos tratados de filosofía mientras contemplaba el vaivén de las olas y el galopar de las nubes sobre su cabeza, de noche devoraba las grandes novelas del siglo diecinueve amparada por la intermitencia de las estrellas y el canto de las lechuzas que anidaban en su hogar. Después su oficio se extinguió y su labor recayó en una fría máquina controlada por ordenador que no cometía errores pero que no sabía disfrutar de su tarea ni una mínima parte de lo que ella lo hacía, sobre todo en las madrugadas de tormenta y en las mañanas de verano con olor a sal. Mar fue trasladada a una oficina de la agencia estatal de meteorología y las huellas que había dejado en la arena que rodeaba a su faro empezaron a borrarse sin remedio y sin que ese hecho pareciera importarle a nadie más.

Mar salió de su casa una tarde con varias maletas llenas de libros, algo de ropa, todo el dinero que había ahorrado durante los últimos años, una máquina de escribir destartalada con más de cien recambios de tinta y setenta paquetes de quinientos folios de papel reciclado. No dijo nada a nadie: no se despidió de su familia ni de sus compañeros, no dejó una nota para anunciar su partida, no pagó el último alquiler de su piso ni informó de su decisión a la empresa suministradora de electricidad. Tomó el último autobús que hacía el trayecto desde su calle a la playa y contempló por última vez el paisaje anodino y deshumanizado de la ciudad.

Mar regresó a la construcción que tanto le había regalado a cambio de nada, se instaló en una pequeña habitación en la parte superior del faro que sólo ella conocía y a la que nadie accedería jamás: ni siquiera el personal de mantenimiento de la computadora que le había robado su trabajo sospechaba de la existencia de aquel minúsculo habitáculo bajo la cúpula de la torre guía. Su nueva vivienda no era elegante ni sofisticada, disponía de los elementos necesarios para que fuera habitable y pensó que no se podía quejar: en el mismo espacio convivían un plato de ducha, un retrete oxidado, una cocina con camping gas y un antiguo colchón a rayas que parecía haber sobrevivido a los tiempos de la guerra civil. Cuando deshizo su equipaje, una vez instalada entre los libros que consideraba imprescindibles, asomada al tragaluz que comunicaba con el exterior, Mar por primera vez en su vida pensó que estaba justo donde debía estar.

Los años pasaron veloces entre lecturas repetidas, paisajes color pastel y el continuo aletear de las gaviotas. Cada noche, a las horas en las que todo el mundo duerme y a nadie le da por pasear, Mar descendía de su paraíso solitario y se abastecía de alimentos en una de esas tiendas veinticuatro-horas que abundaban junto al paseo marítimo, estiraba un poco las piernas, recordaba que la humanidad todavía existía allí abajo y regresaba a su refugio para continuar con su eterna obra todavía inacabada.

Mar escribió a más de cien metros sobre el nivel del agua varios tratados de antropología, decenas de críticas al existencialismo, al idealismo, al materialismo científico, al positivismo lógico y cualquier rama del pensamiento occidental; construyó doce novelas corales e hiperrealistas; confeccionó más de cincuenta poemarios experimentales e inventó tres nuevas formas de teatro del absurdo derivadas de sus lecturas dadaístas. Como mera distracción y con el único objetivo de no sobrecalentar en exceso sus neuronas, Mar explicó matemáticamente las incoherencias de algunos paradigmas de la astrofísica y de la física nuclear, ingenió varios aparatos para convertir en invisibles objetos de mediano tamaño y garabateó algunas demostraciones de que Dios existía y, a la vez, no.

El día en que Mar cumplió noventa años, intuyó que había comenzado su particular cuenta atrás: le costaba un esfuerzo sobrehumano descender los más de doscientos escalones que le separaban de los comercios nocturnos de la avenida, se mareaba cada mañana al despertar, su memoria comenzaba a fallar sin piedad y un horrible peso en los pulmones indicaba que pronto dejaría de respirar. Pero Mar nunca había desistido de sus propios planes y todavía se sentía plena con el océano siempre a su vera, con la espuma de la marea bajo sus pies. En lugar de abandonar su refugio y pedir ayuda, Mar calló y siguió leyendo y escribiendo como única rebelión posible frente a lo efímero de la existencia humana, como rechazo a la ignorancia de una sociedad que prefería mirar siempre hacia el pasado y como prueba fehaciente de que el silencio es la más hermosa de todas las realidades posibles y, probablemente, la única de verdad.

De tanto callar, Mar se volvió como la nieve más fría. Murió mientras dormía y algunas aves migratorias dieron buena cuenta del banquete que el cadáver de aquella señora supuso para sus buches y sus mollejas desnutridas. Los montones de folios mecanografiados se fueron volando poco a poco y acabaron disueltos en el agua corrosiva y fría de aquella inmensidad azul. Su antiguo refugio continuó pasando desapercibido a los operarios que revisaban semanalmente el ordenador que controlaba la gigantesca lámpara del faro y los barcos siguieron arribando a puerto como siempre lo habían hecho, sin sospechar que el esqueleto de Mar hacía tiempo que formaba parte de aquella arena que acariciaban los bañistas las tardes de calor.

Probablemente alguien pueda pensar que Mar desaprovechó su vida en la soledad y la introspección que le otorgaba su sabiduría y su afán de claridad, que pensar no le había llevado a nada y que todo lo que pudo haber aportado a la ciencia y a la filosofía, a la antropología y a la literatura universal se perdió para siempre en el pozo sin fondo al que van a parar las grandes genialidades que no llegan a trascender. Sin embargo, cuando alguien pasea junto al faro en el que vivió esta enigmática y traslúcida doncella, si presta la debida atención, puede percibir todas esas ideas revoloteando a su alrededor, bailando al viento. En esos mágicos momentos la lucidez parece mucho más cercana, e incluso el mundo parece empaparse de esa aparente simplicidad que acompaña al estribillo de una canción de rock.
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Josele Santiago. Baila el viento. De su último disco Loco encontrao.
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