jueves, 15 de diciembre de 2011

EXTINTOR DE INFIERNOS

Érase una vez un escritor a medias que se dedicaba a tiempo parcial a esbozar ciertas letras mal hilvanadas en un blog en internet. Canciones desde palacio, se llamaba su morada virtual. 

En aquel lugar mágico, el escritor a medias mezclaba pop y literatura, unía maravillosas canciones con textos en ocasiones inspirados, a veces simplemente forzados, la mayor parte de ellos prescindibles e insustanciales. Escribía y leía, escuchaba y comentaba, tecleaba y era feliz. 

Pero, como en un cuento de hadas, el morador de aquel palacio fue castigado con una terrible maldición: la pereza y la apatía, las obligaciones laborales y nuevas aficiones artísticas llamaron a su puerta, y él abrió sin saber muy bien lo que iba a suceder. Una gran luz. Un sonido atronador. Una risa de ultratumba. El final. El palacio quedó deshabitado, y nuestro protagonista se desvaneció en los píxeles de la pantalla de su ordenador, perdido entre una infinita sucesión de unos y ceros, devorado por un ciberespacio tan eterno como fugaz. Se lo había tragado el olvido. Lo habían devorado los ratones. Todas las brujas malvadas lo habían raptado para ponerlo a engordar. Ningún hada acudió en su auxilio. Ninguna princesa lo llamó para ser rescatada de las fauces de un dragón. De él sólo quedó el croar de una rana y un charco de tinta como única huella que atestiguaba su paso por la blogosfera terrestre: esa capa de la existencia humana que ningún científico ha acertado todavía a señalar en los mapas. 

El palacio pronto se llenó de polvo y telarañas, de silencio, de comentarios jamás contestados y de spam en forma de anuncio de viagra en un post titulado Al respirar

Pero en un universo paralelo, en una realidad circundante y compleja, una mágica poción salvadora se estaba gestando. El escritor a medias todavía no tenía conocimiento de ello, pero un buen puñado de personajes y lugares – tal vez ficticios, tal vez reales - estaban a punto de nacer para redimirle de todos sus pecados pasados, para llevarle de nuevo al complejo entramado de letras compartidas, para cogerle de la barba y arrastrarle otra vez al lugar de donde jamás debió salir. 

Y fue así como el escritor a medias conoció a un trompetista negro que en realidad era un dios, a Ebuya Cilegna, a los que no beben cocacola, al soñador. Así fue como el escritor a medias comió almendras, azúcar y hiel. Así fue como estudió la morfología del mandarino, como escuchó la campana que anunciaba el último asalto, como vio una nube bajo el mar. Fue así - y no de cualquier otra manera – como tuvo sexo, y manías, como visitó la cárcel, como paseó por la iglesia de Gabor, como sintió un soplo en el corazón. El antídoto a su infortunio era un libro, una estimulante colección de relatos de poco más de noventa páginas con una portada sencilla y moderna que invitaba a la reflexión. Se titulaba Gente abollada, y había sido escrito por un tal José Antonio Lozano Tejedor

Detrás de aquella masa de celulosa, agazapada tras innumerables y fantásticas situaciones, el escritor a medias dio con la respuesta a todas sus preguntas, con la cura de su terrible mal. Una dedicatoria, un nombre y dos familiares apellidos fueron suficientes para despertarle de su letargo y trasladarlo de nuevo a este lado del espejo, a esta parte del cristal. 

La apatía y la pereza se disiparon. Las obligaciones laborales fueron calmándose hasta convertirse en bendita rutina. Las nuevas aficiones artísticas se asentaron en un lugar paralelo y dejaron de molestar. El infierno se había apagado. El fuego se había extinguido. Aquel maravilloso libro y su pequeña dedicatoria fue el extintor milagroso, el conjuro anhelado, la excusa para regresar. 

El palacio volvió a abrir sus puertas, que chirriaban porque nadie las había engrasado. Las lámparas se encendieron y el teclado volvió a repiquetear. Una palabra brotó de la nada y fue tirando de sus compañeras. Antes de que el escritor a medias se diera cuenta, empezó a sonar una nueva canción, otra más.

 

A Jaloza, por el libro, por la dedicatoria, por hacerme volver aquí. No sabía cómo agradecértelo, y al final esto ha sido lo único que se me ha ocurrido hacer. Abrazo.