lunes, 24 de agosto de 2009

LA CASA AZUL

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Otra vez en la Casa Azul, viendo atardecer. En el tocadiscos suena aquella canción que siempre nos gustó tanto. Bailamos con el hula-hoop y no paramos de reír. Tenemos música, chicles y luces technicolor. El tiempo parece haberse detenido entre aquella inocente preadolescencia y este nuevo encuentro en plena madurez. Han pasado más de quince años y todo parece igual aunque ya nada es como fue.
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David nos ha traído su nueva novela y un libro de relatos breves y cada uno de nosotros le abraza como un fan; ha perdido algo de pelo y el vacío que tiene en la coronilla me hace pensar en un monje del medievo. Virginia parece haber engordado y nos confiesa con alegría desmesurada que espera un bebé para principios de invierno; sus ojos brillan con la misma fuerza de siempre y las arrugas de su rostro revelan que en estos tres lustros no ha dejado de sonreír. Clara se ha cambiado el color del pelo y la talla del sujetador y anuncia que en septiembre estrenará su primera película como protagonista; su conversación es igual de inteligente que cuando sólo era la mocosa presumida, alocada y original que me traía de calle con sus contoneos y su precoz sensualidad. Óscar ya no es chico tímido y discreto que apenas hablaba y que se escondía detrás de su mirada perdida y sus camisetas de los Beach Boys; está muy musculado y lleva barba de dos días, huele a colonia cara y viste con ese tipo de ropa que yo no me atrevería a pagar; no nos sorprende que nos comunique que es gay y que piensa casarse en noviembre, que nos invita a la ceremonia y al banquete nupcial y que podremos conocer a su prometido esa misma noche en el concierto que, por una insólita casualidad, nos ha vuelto a reunir.
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Brindamos por el ansiado reencuentro con tang de naranja, como en los viejos tiempos, y tomamos un colajet de limón que nos sabe a una extraña mezcla de pasado, nostalgia y complicidad.
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Anochece y montamos en mi coche, camino del festival. Cantamos algunos éxitos de nuestra infancia y hablamos de nuestras aventuras amorosas, de las series de dibujos animados que emitían por televisión cuando éramos pequeños y de los sueños que se nos perdieron entre el instituto y la universidad. Descubrimos que no sabemos nada del resto de nuestros compañeros de clase y nos lamentamos de las vueltas que da la vida y de los rostros que se desvanecen sin remedio a nuestras espaldas. Aparcamos y quedamos en silencio. Lanzamos tres hurras por cada una de esas caras que ya sólo habitan en nuestra memoria y nos damos un fuerte abrazo grupal, prometiéndonos que nuestra amistad durará para siempre y que no dejaremos pasar tantos años hasta volvernos a congregar.
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Entramos en el recinto y nos mezclamos con la multitud. En el aire flota una sensación general de nerviosismo, entusiasmo y ganas de pasarlo bien. Mientras de fondo suena música electrónica, recordamos aquellas lejanas tardes en la Casa Azul, cuando la vida era más fácil y el futuro parecía un paisaje borroso que nunca habría de llegar del todo. Aquella pequeña construcción de madera pintada de tonos cyan representaba para nosotros algo más que un refugio, mucho más que cuatro paredes entre las que poder ser nosotros mismos; la Casa Azul fue una excusa para crecer los cinco juntos, un paraíso donde dar rienda suelta a nuestra libertad, un espacio donde la recíproca comprensión nos hacía ser más fuertes y donde nada ni nadie nos podría dañar jamás. Poco después de aquellas largas jornadas de estío nos separamos y nuestro contacto se limitó a unas cuantas cartas dispersas y a algunas llamadas telefónicas para felicitar el cumpleaños o la navidad.
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Nos abrazamos por enésima vez en el mismo día y nos acercamos a la barra para buscar algo de bebida con la que volver a brindar por aquellas tardes de verano de nuestra juventud. David nos asegura que va a dejar de una vez por todas la doxilamina, el myolastan y todas esas pastillas que le receta su psiquiatra para poder soportar las los ataques de ansiedad que le sobrevienen cuando no encuentra nada nuevo que escribir. Virginia reconoce que el embarazo le ha cambiado la vida y que de ahora en adelante va a ser una nueva mujer. Óscar mira en todas las direcciones hasta que a su lado aparece un maromo que le planta un beso en los labios y que nos saluda afectivamente tras la debida presentación.
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El concierto está a punto de empezar. Avanzamos hacia el centro de la marabunta y esperamos las primeras notas con interés. Apenas conocemos las canciones de este cantautor pop pero el nombre artístico que ha elegido para dar a conocer su música no podía ser más profético ni más representativo para nosotros. Asistir a su espectáculo fue el pretexto definitivo para volvernos a juntar. Nos miramos de reojo y apuramos el contenido de nuestros vasos. Los focos se encienden y cinco falsos músicos comienzan a proyectarse en las pantallas que hay dispuestas detrás del tal Guillermo Milkyway. Esta noche, aunque él no lo sepa, sólo cantará para nosotros. La gente empieza a gritar y a lanzar globos de colores por el aire. Juraría que los rostros de los cinco androides de La Casa Azul se parecen tanto a los nuestros que incluso da miedo. Clara también parece haberse percatado de la extraña coincidencia y me golpea con su codo para hacérmelo saber.
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Saltamos al ritmo de la música vitalista y desenfadada del artista y echo un vistazo a mi alrededor. David parece por primera vez en todo el día relajado y no quita ojo del escenario. Virginia se acaricia la barriga mientras sigue el compás con sus pies. Óscar y su novio se dan el lote cuando el cantante invita desde su micrófono a iniciar la revolución sexual. Clara me toma de la mano y me susurra al oído que se alegra enormemente de volver a verme y que sigue soñando conmigo cuando se siente sola. Le doy un beso en el cuello y ella se abraza fuertemente a mí. Le prometo que nunca más pienso perderla de vista y ella me roza la espalda por debajo de la camisa. Las notas siguen sonando pero yo ya sólo puedo pensar en los labios de Clara y en aquellos besos furtivos e inocentes que me daba poco antes de desaparecer de mi vida y mudarse de ciudad.
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La canción acaba y el público aplaude a rabiar. Las miradas de los cinco se funden por un instante. Intuyo que durante esta década y media ninguno de nosotros ha aprendido nada de la existencia; que nos sentimos tan solos y tan perdidos como cuando éramos únicamente aquellos chiquillos que quedaban cada tarde en La Casa Azul para hablar de rock, de tebeos y de lo aburrido que era estudiar; que nos defendemos como podemos del mundo de ahí afuera para no perder lo auténtico y lo verdadero que queda dentro de nosotros y que seguimos mirando por la ventana en las tardes de lluvia preguntándonos por qué no fuimos capaces de mantener viva aquella vieja amistad. Sin embargo, del mismo modo sospecho que lo que aquí y ahora estamos compartiendo servirá para recordarnos, aunque sólo sea de vez en cuando, que la felicidad no es una falacia y que la vida puede ser, todavía, superguay.
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La Casa Azul. Intro concierto + La revolución sexual. En directo, ContemPOPránea 2008, Alburquerque.

martes, 28 de julio de 2009

AL RESPIRAR (Pequeño bodegón de fuego y desamor)

Estamos de rebajas en "Canciones desde palacio": dos temas de Vetusta Morla por el precio de uno. El calor derrite mis neuronas y no consigo escribir un buen relato para esta gran cación. El próximo post será también para este grupo y llegará en apenas unos días. Prometo que será mejor.
Feliz verano a todos.
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AL RESPIRAR
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Te he dejado en el sillón las pinturas y una historia en blanco. Coloréala a tu gusto y hazme a mí el culpable de todas tus infelicidades, si eso sirve para que te sientas mejor. Estampa en rojo las heridas que causé en tu maltrecho músculo cardíaco. Añade en tonos azules las nubes que representan los sueños que se te rompieron debajo del vello de mi pecho. Usa el verde para recordar que la esperanza comienza ahora que ya me he ido. Tiñe de violeta los moratones que brotaban en tu autoestima cada vez que yo la golpeaba con mis reproches y mis silencios premeditados. Impregna el resultado de marrón como metáfora absurda de toda la mierda que tuviste que tragar estando conmigo. Cúbrelo todo de negro para olvidar mi rostro y todo lo bueno que hice por ti.
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Te he dejado en el sillón las pinturas y una historia en blanco. No hay principio ni final, sólo lo que quieras ir contando. Dibuja nuestro mural a tu antojo y borra los detalles que te convengan para odiarme todavía un poco más. Tacha los paisajes en los que tus gritos histéricos iluminaban de amarillo las sábanas de nuestra cama. Suprime los pasajes en los que tus uñas se clavaban como garras en mi espalda blanquecina. Descarta los platos que me lanzabas en la cocina, los puntapiés que me dabas por debajo de la mesa, los insultos inmerecidos y los injustificados ataques de celos que me convertían en el villano de la función. Inventa unas cuantas anécdotas y adórnalo todo con las mentiras que elijas para creer que alguna vez fuiste mejor que yo.
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Te he dejado en el sillón las pinturas y una historia en blanco. Yo me marcho a otro lugar; puede que el viaje sea largo. Quédate con mi fantasma y con mi colección de cine clásico en deuvedé, con los discos de los Beatles y con los peces de colores que nadan detrás del cristal. Yo me llevo en la maleta un pedazo de tu alma y cuarto y mitad de tus vísceras lastimadas, el gato que encontramos en la calle y aquel cuadro que pintaste para mí. Te dejo también todos nuestros álbumes de fotografías y los poemas que me inspiraste durante el largo periodo de compartimos en esta casa; puedes quemarlos si quieres en la hoguera que acabo de encender en el salón.
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Quizás mientras acabas de leer esta carta el humo que surge de la fogata empañe tus ojos y te impida distinguir mis letras con nitidez. No te preocupes. Cierra con fuerza la boca y aprieta con tus dedos el papel. Busca a tientas los pinceles y da rienda suelta a tu rabia hasta que no puedas soportar el olor a chamuscado que hay alrededor de ti. No te ahogues en la profundidad de tu tristeza ni en las cenizas que flotan en la habitación. Trágate tus últimas lágrimas. Engulle tu orgullo y deshaz el nudo que hay entre tus manos. Aleja los lienzos y tus acrílicos de las llamas para que no las propaguen aún más. Intenta no respirar.
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Vetusta Morla, Al respirar. De su disco Un día en el mundo. Videocreación de Ykharo.
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miércoles, 24 de junio de 2009

OJALÁ ESTUVIERAS AQUÍ

No pienses que te he olvidado, aunque lo cierto es que tu recuerdo me visita cada vez con menos frecuencia. En ocasiones despierto sintiendo tu respiración muy pegada a mi nuca, como en aquellas noches en las que te quedabas en mi casa a dormir. Éramos sólo dos almas perdidas; yo luchaba por encontrar mi camino y tú hacía ya tiempo que habías perdido el control. Nos reíamos juntos viendo las viejas películas de Billy Wilder y llorábamos escuchando las sinfonías de Mahler y los trabajos para piano de Debussi; bebíamos ron como si nos fuese la vida en ello y conversábamos sobre el universo y sobre el sinsentido aparente que gobierna todo, sobre mujeres, sobre el fracaso del movimiento hippie o sobre el expresionismo alemán. Nos observábamos mutuamente con una extraña mezcla de amor y lástima y nos abrazábamos hasta que comenzaba a amanecer.
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No sé distinguir el cielo del infierno, decías mientras te preparabas la inyección. Después la heroína corría por tus venas y yo me quedaba a tu lado llorando como un bebé. Juraría que sonreías y que en esa duermevela te sentías libre de verdad.
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Algunas tardes abro mis viejos álbumes de fotografías y en casi todas las instantáneas apareces tú. Acaricio tu rostro con la punta de mis dedos hasta que el dolor se vuelve demasiado intenso y entonces salgo a la terraza para tomar una bocanada de aire con la que sobrevivir el resto del día. Desde mi azotea los campos verdes asemejan raíles de acero y los árboles toman la apariencia de cenizas ardientes, aunque tú ya no los puedas ver.
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Claudia ya nunca habla de ti. A veces la telefoneo para que me acompañe a visitar tu tumba, pero ella siempre tiene algo mejor que hacer. Estuviste a punto de arrastrarla a tu delirio y creo que eso no te lo perdonará jamás. A mí tampoco viene a verme, ni siquiera para echar un polvo esporádico y salvaje como los de antes, pero incluso eso me resulta indiferente. Ahora tiene un nuevo novio que da clases en la universidad. Es un tipo majo que siempre tiene respuestas para todo y que presta más atención a la forma de contar las cosas que al contenido de lo que desea decir. No te caería bien; representa todo lo que tú más odiabas. Claudia dice que folla como los ángeles y que tiene una gran vida interior. Yo suelto entonces una risotada de burla y ella se marcha con un fuerte portazo como los que solía dar cuando discutíais por cualquier asunto trivial. A Claudia también le está sentando fatal esto de envejecer.
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¿Sabes? Tenías razón cuando me asegurabas que acabaría cambiando mis héroes por fantasmas, que las sonrisas se transformarían en velos con los que ocultar mis secretos y que dejaría a un lado mi ambición de cambiar el mundo por unas cuantas dosis de comodidad. Ahora ya no creo en ninguna filosofía ni en sus falsos profetas, miento como un bellaco y sólo profeso la religión del confort. Cuando los accesos de culpabilidad por lo hipócrita de mi comportamiento se vuelven demasiado insufribles, leo una buena novela, abro la mejor botella de tinto de mi bodega o alquilo una película en deuvedé. Estoy seguro de que no te sentirías nada orgulloso de mí, aunque tú tampoco eras precisamente un buen modelo a seguir, ni siquiera fuiste ejemplo de nada. Tu lucidez era sólo ficticia y tus buenas intenciones naufragaban en cada nueva jeringuilla que llenabas con aquel líquido que te otorgaba tu falsa paz.
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Han pasado muchos años, pero mis miedos siguen siendo los mismos de siempre. Me angustia la posibilidad de perder la cordura y me aterra morir en soledad. No he encontrado esperanza en nada de lo que verdaderamente me apasionaba y hace tiempo que no me busco una compañera con la que combatir el segundo temor del que te hablé hace apenas tres líneas. Nado en una pecera dibujando círculos que pronto se borran y corro siempre sobre el mismo viejo camino sin atreverme a escrutar el horizonte. Ya no escucho a Pink Floyd porque me recuerda demasiado a las versiones que interpretabas con tu guitarra española y quemé en una hoguera las poesías que escribíamos a medias cuando nos aburríamos y no sabíamos qué hacer. No sé si soy sólo un cobarde o si la edad ha causado estragos en mi manera de entender el mundo. Dudo de las cosas reales y me refugio en la jaula de ficciones que construí con tu ayuda cuando la palabra amistad todavía tenía sentido dentro de mi cabeza. Te echo mucho de menos y te juro que rezaría por ti si sintiera fe verdadera por algún dios.
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Ojalá estuvieras aquí.
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Pink Floyd. Wish you were here.
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domingo, 24 de mayo de 2009

LA FIN

(Para Vivir Rodando y Yo no soy Paul Avery, que también es muy fan de N.V.)

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LA FIN
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El señor R. despertó aquel 24 de mayo con la certeza de que sólo deseaba desaparecer. Encendió con su mechero las improvisadas velas de un solitario pastel y en un vendaval de lucidez pensó que su casa podría arder rápido, muy rápido, con la velocidad de un incendio forestal. Había llegado a la ciudad hacía poco tiempo pero se le antojó que durante ese breve intervalo había envejecido al menos diez años.

El señor R. quitó aquella misma mañana su nombre de su destartalado buzón, llamó a su editor para que retirara de las tiendas todos sus libros y borró de Internet todos sus blogs, telefoneó a los administradores de Google para que eliminaran su apellido del buscador y se sentó en el sofá a esperar el ocaso de su existencia.

Allí sentado, durante más de diez de horas, pensó en los sueños que le habían escapado del bolsillo, en las amistades que había perdido en los transbordos de tren y en los amores heridos que se agazapaban bajo su edredón. Sonrió al pensar que todavía tenía algunas botellas de vodka, de güisqui y de ginebra.

El señor R. bebió, bebió hasta no sentir nada, y así fue como poco a poco vio como se iba vaciando su mueble bar.

A la hora de la cena su celular sonó con insistencia. La voz de ella retumbaba en sus sienes como una campanada de inseguridad.

- Felicidades, señor R. ¿Cómo le va?
- No quieras saber de mi vida – respondió él entre hipos y etílicos balbuceos -, no me hagas hablar.

Y colgó.

Apagó el maldito aparato y lo arrojó por la ventana. Observó sus propias manos y descubrió que habían comenzado a volverse traslúcidas.

- Ya sólo soy un fantasma – murmuró el señor R. apurando el contenido de la última botella de ron -; pronto me apagaré.

Poco antes de la medianoche el señor R. se sintió desvanecer. En el sofá quedó una imperceptible mancha con la forma de sus posaderas. En la radio sonaba una canción de Nacho Vegas. Sólo sus libros amontonados por todos los rincones de su apartamento atestiguaban que había estado vivo alguna vez.
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Nacho Vegas. La fin.
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miércoles, 8 de abril de 2009

UNIVERSOS INFINITOS

Santi tiene la sensación de ser la mitad de todos los que ha sido, el doble de todos los que será. Carga en su espalda el peso de los cadáveres de sus personalidades desechadas, de sus rostros desaparecidos, de sus máscaras abandonadas, de sus vidas inconclusas. Amontona en su mochila las épocas pasadas que ya no regresarán, los sueños que creyó tener y las pesadillas que tanto le atormentaron, las oportunidades que dejó pasar y las esperanzas que nunca llegaron a materializarse. Todo ese peso en sus lumbares le recuerda cada mañana, mientras prepara su desayuno con rutinaria devoción, que su vida actual es sólo otra realidad igual de incierta.
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Imagina su existencia como una eterna sucesión de puertas entreabiertas que nunca se atrevió a cruzar. A veces se pierde en ese entramado de zócalos inalcanzables. Cada descisión que ha tomado, cada paso que se atrevió a dar, conduce a un mundo desconocido en el que cualquier otra vida había sido posible. Por suerte, Santi sabe que no puede asomarse a esas puertas a mirar. Ahora mismo podría ser una estrella de cine, o un afamado escritor, o un proxeneta despiadado, o un transexual drogadicto, o un maestro de escuela, o un agricultor. Ahora mismo - piensa Santi con rictus de nostalgia -, podría estar incluso muerto o algo mejor. Pero a Santi no le gusta dar demasiadas vueltas a esos asuntos; esas cavilaciones no conducen a nada y sólo le producen tristeza y desconcierto. Su vida de ahora es su vida de ahora y él sabe que ya no hay marcha atrás; es incierta pero es la que tiene y no piensa desaprovecharla ni un día más.
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- Ahora dicen que hay muchos más universos, infinitos, como el nuestro - escucha Santi en un programa bastante extravagante de Radio 3.
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- No me digas - responde él al aparato como si el receptor pudierla oírle -; me acabas de descubrir América...
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En el suelo de su habitación hay unas canicas tiradas. Sin saber muy bien porqué, Santi se pone a hacerlas rodar.
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Love of Lesbian. Universos infinitos.
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Pocoyó. Las mil puertas.
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martes, 17 de febrero de 2009

SUSURRO (PARA NANÁ)

Tenía este post pendiente con una canción de Corcobado. El otro, según vuestros votos (¡por favor, votad más!) será para Love of Lesbian, pero antes de ese me gustaría colgar uno sobre una canción de Alex Ubago. Es una sorpresa... Nos reiremos un rato... Este cuento, como estaba prometido desde hacía meses, es para Naná.

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Ana piensa «Hace mucho tiempo que no veo el amor en los demás». Ana dice «Tanto, que incluso comienzo a dudar de su existencia».
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Ana camina por la calle y no ve rostros, sólo encuentra máscaras. Y todas esas bocas dibujadas en las caretas le llaman rara. Ana piensa «Se refugian bajo los auriculares de sus iPods, se esconden detrás de un periodicucho gratuito, me lanzan sus miradas de reprobación y creen que son el colmo de la civilización occidental, el prototipo perfecto de ciudadano estándar, el no va más de la burocracia peatonal». Ana dice «Se visten como nosotros pero no son humanos, tratan de parecer personas pero ni siquiera se les da bien disimular». Ana se pregunta «¿Cuántos en el mundo quedarán aún como yo?». Ana de momento calla porque todavía no ha encontrado la respuesta.
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Ana mira por la ventana y desde ahí arriba la ciudad entera parece un nido de cucarachas. Contempla el frenético deambular de todos esos insectos. Estudia la manera que tienen de lucir sus minifaldas, de hacer resonar sus tacones, de rascarse los huevos mientras se toman el café, de flirtear con sus secretarias en la barra del bar, de rellenar sudokus sentados en la parada del metro, de gritar a sus empleados y de creerse mejor que los demás. Ana piensa «No sé a qué están jugando». Ana dice «Todos perdieron la partida antes de empezar». Ana se pregunta «¿Quién escribió las normas de este deporte absurdo?». Ana grita «¡Dejadme en paz!».
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Ana cierra la ventana y enciende el televisor. En la Uno un naturópata nonagenario explica a un grupo de jubiladas la manera correcta de hacer una reflexopaja: cómo conseguir que sus maridos tengan un orgasmo inolvidable sólo presionando la parte adecuada de sus pies. En la Dos el simpático presentador de un programa de preguntas y respuestas se ha colado por error en un documental de naturaleza y varias hienas hambrientas lo están devorando vivo sin que de su rostro desaparezca su sonrisa Vital-Dent. En Antena 3 cinco marujas discuten sobre el verdadero tamaño de las tetas de una condesa venida a menos y de vez en cuando acarician el torso de su nuevo y joven colaborador. En Cuatro hay un grupo de yonquis inyectándose heroína en los bancos de un parque infantil. En Tele Cinco proyectan una imagen congelada de un excremento fresco de elefante. En la Sexta una rubia-cañón y hombrecito-bala se burlan de la programación de los demás canales, especialmente de la plasta de Loxodonta africana de la emisora que les precede. En Canal Nou emiten un discurso de doce horas de duración de Francesc Camps con estrellas invitadas: Rosita Amores, Arévalo y Rita Barberá. En las demás emisoras sólo hay mujeres enseñando los pechos, hombres manoseando sus pollas y varios de esos programas en los que los espectadores telefonean para dejarse estafar. Ana piensa «Es de locos». Ana dice «¿Qué nos pasa?». Ana se pregunta «¿Estaré perdiendo la cabeza?». Ana grita «¿Qué entienden ellos por normal?». Ana reza «Cortázar de mi vida, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sola o se me comerían».
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Ana se dispone a comulgar. Se acerca a la estantería y elige un libro al azar. Va arrancando sus páginas y las engulle una a una con cierto esfuerzo y bastante pasión. Vomita las palabras más indigestas y defeca la celulosa residual. Tira de la cisterna y regresa al salón. Metaboliza la tinta y de inmediato forma parte de su organismo. Se desliza por sus venas y fluye hasta inundarlo todo. Cuando por fin llega a sus ojos, la utiliza para seguir escribiendo el libreto de esa dramatización absurda cuyo desenlace desconoce totalmente. Ana piensa «He perdido el manual de instrucciones de la realidad». Ana dice «Menos mal que me queda la ficción». Ana se pregunta «¿Soy un personaje de mi propia novela?». Ana grita «¡Mierda, mierda, mierda!». Ana reza «Hágase tu voluntad». Ana comienza a susurrar una canción:
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